La regla seria que en toda crisis es mejor centrar el poder, evitar la democratización de la toma de decisiones para así poder actuar con rapidez. Claro que ello conlleva un riesgo en si. La toma de decisiones sin los mecanismos de contrapeso que restringen al poder absoluto y el abuso de aquel. Y he aquí el criterio para decidir si se corre este riesgo o no: ¿es el daño potencial de la crisis en cuestión peor que el daño potencial a las instituciones por el hecho de concentrar el poder?
La pandemia es, desde el primer trimestre del año, la crisis que está justificando medidas que han generado distintos capítulos, como ser el de la salud vs. la educación, seguido por la salud vs. la economía, y ahora un nuevo capítulo que, en mi opinión, hace palidecer a los anteriores, la salud vs. la institucionalidad.
El avance del ejecutivo sobre los demás poderes encuentra en la crisis sanitaria un escenario que colabora con sus intensiones originales, incluso latentes desde antes de la pandemia. Les da un marco dentro del cual maquillarlas, justificarlas con un manto de genuina preocupación ante una crisis monumental. El miedo que genera la pandemia permite una adhesión que hasta ahora es suficiente para arremetidas cuyo costo institucional puede ser tan grande y profundo que supere aquellos daños potenciales de la crisis sanitaria.
La crisis por la que estamos pasando debe solucionarse en República, no prescindiendo de ella.
Pero este no parece ser el razonamiento del gobierno cuando por Decreto se le da al Jefe de Gabinete el 100% de discrecionalidad sobre el presupuesto vigente (por prorroga), abrogándose así el ejecutivo prerrogativas del legislativo.
Como así también lo hace cuando por Decreto descuenta 40% del aumento que la ley vigente establece para los jubilados. Dato “anecdótico”: por dicha ley, el actual gobierno, entonces oposición, casi toma el Congreso por considerarla nefasta para los jubilados. Hoy esas mismas fuerzas decretan una medida más nefasta aun, pero por suerte no hay Congreso que tomar.
Este desprecio por la institucionalidad, y el mismo estado de derecho, también se ve cuando la Oficina Anticorrupción, un órgano en la esfera del ejecutivo, deje de actuar como querellante en dos juicios donde se investigan lavado de dinero y asociación ilícita (Los Sauces y Hotesur) que tienen a Cristina Fernández como acusada, “fundamentando su decisión en que las causas ya fueron elevadas a juicio y que los recursos de la Oficina Anticorrupción son insuficientes”, argumento ridículo esgrimido por quien ya ha excedido lo que dijo que iba a emitir en todo el año, y tiene intención de seguir haciéndolo demostrando que “su” Estado tiene recursos ilimitados. Esta decisión vulnera el procedimiento judicial y constituye una acción gravísima, al punto que dichas decisiones son hoy objeto de una denuncia penal alegando “abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público”; y además la denunciante sostiene que “el abuso puede también materializarse a través de una omisión consistente en no ejecutar las leyes cuyo cumplimiento incumbiere al funcionario”.
Y por si fuera poco, a esto último se suma el pedido de Carlos Zanini, Procurador del Tesoro de la Nacion (el jefe de todos los abogados del Estado) de directamente anular el juicio sobre el Memorándum con Irán, nuevamente con CF como principal acusada, y donde está procesado el mismo funcionario que solicita su anulación, todo lo cual ya habla de una búsqueda sistemática de impunidad. Búsqueda, que en este caso particular ya se alerto en enero de este año cuando el abogado Tomás Farini Duggan -representante de los familiares de víctimas del atentado a la AMIA denunció entonces una maniobra para “intentar anular” el juicio por la denuncia del ex fiscal Alberto Nisman contra Cristina Kirchner por supuesto encubrimiento de cinco iraníes acusados por el ataque de 1994.
Pero lo peor de este último caso sea tal vez el absurdo del nombramiento de Carlos Zanini como Procurador del Tesoro, siendo él mismo, como ya dije, imputado en un juicio que él se encarga de impulsar. Esta incoherencia no solo habla de la vulnerabilidad de nuestras instituciones, sino de una oposición que permite y deja pasar estas cosas, oposición que aun no siendo gobierno, tiene representatividad, y que sin embargo parece haber abandonado a quienes lo votaron.
Y toda esta arremetida, aunque sea discutible o no su legitimidad, aunque pretenda justificarse con la liviana frase “así es la política”, es, en el menor de los casos, indignante, ya no para la oposición, para los que no votaron a este gobierno, o para algunos que si lo votaron y hoy tal vez se sienten defraudados, sino para la misma condición humana.
Y de yapa, una diputada oficialista presento un proyecto para que el Estado se apropie de parte de las empresas a las cuales ayudo a pagar los sueldos de los empleados que el mismo Estado prohíbe despedir, o impone una doble indemnización por hacerlo. Ayuda aceptada por la imposibilidad de afrontar ese costo debido a la falta de actividad económica generada por una cuarentena que el mismo Estado impone, quien cree justo que por el 25%-50% del sueldo de un par de meses se imponga como socio, condición impuesta con posterioridad a la aceptación de la ayuda, lo que, para cualquier mal pensado, podría conformar mala fe de parte del Estado. Pero por si fuera poco, quedarse con parte de la empresa parece nuevamente absurdo considerando que ya es socio privilegiado al quedarse con más del 50% de las utilidades de la empresa vía impuesto! Demostrando que hemos pasado de un Estado presente a un Estado buitre.
En este mar de incoherencias, con una oposición aletargada, con abusos y constantes desafíos al Estado de Derecho, poniendo en jaque ya no la salud, la educación o la economía, sino la misma República, el oficialismo anda con la tranquilidad de quien goza de la impunidad que ofrece la obsecuencia y el miedo popular.
“Quien controla el miedo de la gente se convierte en el amo de sus almas.” Nicolas Maquiavelo | El príncipe
Cdor. Alfonzo Rubianes G.